viernes, 12 de diciembre de 2008

LOS DARDOS DEL MUNDO

"Nos mirábamos y nos reconocíamos, pero en realidad era como si no nos reconociéramos parecíamos diferentes, parecíamos iguales, odiábamos nuestros rostros, nuestros gestos eran los propios de los sonámbulos o de los idiotas"
Roberto Bolaño

"Y después se desata la tormenta de mierda"
R.B.

Desperté y como siempre no estaba ella.  Esta vez no la sentí, yo nunca pude madrugar, los escritores no madrugamos, para qué si igual nuestro trabajo no tiene horario, nuestro trabajo es pensar e imaginar la realidad -que cruel ironía-; ella pensaba, ella imaginaba, ella jugaba con su realidad (como buena escritora) pero además le gustaba madrugar (raras manías se adquieren en Europa, menos en España, claro está, en Latinoamérica los escritores no madrugamos, por lo menos no los que si escribimos de verdad, para qué).  Llevaba cinco años viviendo en distintas ciudades de Europa, solía decir que era una mujer cosmopolita.  Para mi, había una gran diferencia entre habitar una ciudad y vivirla, ella simplemente las habitaba, recorría una y otra vez un mismo camino, pero nunca las vivía, nunca admiraba sus colores, sus texturas, la armazón que se teje a cada paso y con cada mirada.  Su trabajo era típico, aburrido, rutinario y desolador, casi nunca descansaba y lo peor es que su salario no reflejaba ni una minúscula parte de todo lo que hacía.  Cuando llegaba, con esa misantropía y ese desdén en contra de su destino -y que su rostro reflejaba a la perfección en la palidez y la mirada desafiante- me decía que quería renunciar, que todo era una mierda, que en cuanto ahorrara para comprar una casa a las afueras se largaría a cultivar astromelias y a mirar la montaña. ¿A las afueras de qué? ¿A mirar cuál montaña? Jamás lo supe.
-No te preocupes flaca, cuando termine mi novela y nos hagamos millonarios yo te compro esa casa en donde quieras- le respondía en tono burlón cuando comenzaba su ya repetitivo discurso. –además, ¿te vas a poner a cultivar astromelias? ¿Estás loca? cultiva amapola o marihuana, que ahí está el negocio- Pero si había algo que la enfurecía, mucho más que el sonido estruendoso de las campanas en los pueblos en las mañanas y que se le encrespara el pelo por la humedad de los días de verano, era mi tono sarcástico de decir las cosas, eso estaba claro, así que ella me respondía sistemáticamente de la misma manera. -Ni porque estuvieras escribiendo el Quijote, idiota- .
Yo, la verdad, (pensaba para mi mismo) en estas circunstancias, preferiría escribir “el Código de Davinci”, y aunque mi finalidad nunca ha sido el dinero, o de lo contrario no hubiera decidido ser escritor, escribir algo que me hiciera millonario sería un alivio mundano y realmente tranquilizador. 
Luego ella simplemente se sentaba a comer cualquier cosa que yo preparaba como parte de mis obligaciones matutinas por no tener dinero ni ostentar un trabajo de oficina, y en silencio su rostro recobraba su belleza natural e iniciaba a contarme el transcurrir de su día y lo insoportable de su trabajo.  Yo comía y escuchaba con breves interrupciones jocosas que la sacaran de las tensiones del capitalismo natural.  Nunca sospeché nada.  Su complicidad con lo cotidiano era tan profesional que jamás imaginé el golpe que me daría, el dardo que me clavaría en el pecho como uno más de tantos otros que el mundo habría de lanzar hacia mi.
Extrañamente en ninguna de nuestras infinitas charlas la escuché decir que regresaría a su país como suelen reprocharse a si mismos los inmigrantes.  Ella provenía de uno de esos países del sur de América que los europeos sin conocer ven llenos de calor y de arena, o de selva y animales raros y gigantes, pero esta ciudad, en contra de todo desconocimiento europeo y de la lógica occidental, era fría y azul, siempre fría y azul, una ciudad inmensa de la que salió huyendo por iniciativa propia, por aventurar y conocer con la vieja y mañada excusa de ir a estudiar.  Así fue que morral en mano, mil dólares y una seudo beca para estudiar en París, arribó en Europa y se quedó para siempre.  París la deslumbró como a todos, como también la deslumbro Amsterdan de noche con sus infinitos canales, la vida alegre de Barcelona y los tejados de Lisboa; en donde estuviera, Europa era perfecta para ella, pero terminó en Madrid, qué extraña ironía.  Nunca, mientras estuvo conmigo, regresó a su país de origen, nunca tocó ese tema, existía en ella, sin duda, un afán sin límites por abrirse camino en el viejo continente y por crear un mundo que quizás siempre había soñado y que aún estaba lejos de realizar, sobre todo a mi lado.    Su familia no dejaba de ser un misterio, tenía un hermano en algún lugar de los Estados Unidos y del que prefería no hablar por sus inclinaciones religiosas y políticas que tendían más hacia un fascismo clerical que hacia cualquier conservadurismo rancio, sus padres la habían visitado casualmente un par de veces en los días precisos en los que yo me encontraba de viaje, así que nunca los pude conocer y aveces dudo que alguna vez ella les haya hablado de mi…para ser sincero yo tampoco lo haría

La manera de conocernos fue clásica, sin ninguna anécdota que pudiera servir como fundamento para una bella historia de amor.  Fue una tarde, por medio de un amigo, bueno, realmente por medio de mi ex-editor, en un café en el viejo Madrid de los Austrias, que nos conocimos.  Su estampa era la misma de la última noche que la vi, siempre el mismo pelo largo y negro, la misma sonrisa temblorosa que aveces terminaba siendo una carcajada, la mirada tierna que hacía parecer de ella la más inocente e ingenua de las mujeres, teníamos lecturas en común, música en común, egos y odios en común, elementos que nos hacían una pareja muy aburrida, pero perfecta.  Caminábamos todos los días desde Plaza España, en donde la recogía del trabajo, hasta la calle Ave María, en donde tenía su pequeño apartamento en Lavapies, hablando de tonterías, que no tenían nada que ver con nuestras aburridas vidas y tratando de conocernos a pesar de los innumerables secretos y pretensiones que nunca dejamos de tener. Salimos durante varios meses antes de irnos a vivir juntos, meses en los cuales yo terminé de escribir mi primer libro “los fantasmas también se emborrachan”, que fue un fracaso tanto como el segundo, una obra de cuentos cortos titulada “la loca manía de los locos” publicada un año despues, pero no tanto como el tercero “el afán de la proeza” que llevó a que mi editor dejara de serlo y a que me sumiera en el más oscuro abismo del fracaso.
Para esa época ella ya trabajaba en la agencia editorial en donde yo publiqué mis primeros libros, su trabajo era hacer todo lo que hacía el editor general, es decir mi ex-editor, Manuel, pero con la paga de una asistente; seis años trabajando en ese infierno, seis años desde que me fui a vivir con ella y desde que viví de lo que ella trabajaba, pues mis escasas fuentes de dinero se limitaban a breves artículos que publicaba en revistas y periódicos de mi País y a un absurdo trabajo en una mala universidad como profesor de Español para chinos mudos, oficio que aunque parezca inverosímil, existe. Durante ese tiempo nunca recibí algún tipo de reproche o ataque por mi pereza laboral, yo sólo quería escribir, y eso lo entendía ella. 
Todas las mañanas, desde que vivimos juntos, la sentía arrodillarse en la cama y darme un beso sintético en la boca mientras yo entre sueños y haciendo un esfuerzo titánico abría un ojo, y con la mirada nublada, le decía que la quería; siempre salía apurada, pero nunca llegaba tarde a su trabajo. No nos veíamos sino hasta la noche y entre sombras la gran mayoría de las veces, pues para no incomodarme nunca encendió la luz. Se desnudaba con sigilo, se colocaba un camisón de abuela y me abrazaba queriendo dormir eternamente. Sólo hasta la mañana siguiente lograba verla exponiendo su hermosura con la luz del día. Pero esa mañana no la sentí, no se si arrodilló y me beso, no se si le dije te quiero, simplemente desperté y ya no estaba.
La verdad es que ese hecho extrañamente me preocupó y me levanté inmediatamente con la sensación de un vació infinito en el estómago, como si me faltara algo, como si hubiese olvidado una fecha importante y no pudiera recordarla. La angustia empezó a crecer factorialmente, eran las 12 y su llamada habitual para despertarme y recordarme que debía empezar a buscar trabajo o por lo menos sentarme a escribir, nunca la recibí. Decidí llamarla. Primero al trabajo. Me contestó una voz típica española y con una tonalidad algo gruesa y enfermiza, una voz de secretaria amargada y sin un buen sueldo que me dio más información de la que pedía. -Ella no ha venido a trabajar, acá todos piensan que está enferma, la hemos visto muy pálida en estos últimos días, como enferma me entiende, muy callada además, cosa que es muy extraña en ella, entra y sale todo el día de la oficina de don Manuel, creo que algo le preocupa. Desea dejarle algún recado? Pálida, enferma, realmente hacía días que no la veía claramente, que poco detallista era. La única razón verdadera era que estaba asustado, nunca había presentido tan humanamente la ausencia y la soledad como también la muerte y la tragedia. La llamé al móvil entonces, pero el sonido del timbre lo escuché yo, lo había dejado en el escritorio, tal vez con el afán lo había olvidado, tal vez no quería que nadie la localizara. No sabía que hacer, ¿llamar a la policía?, la policía no sirve para nada, eso era claro, pero ¿y si servían?? Esto era enfermizo, empecé a desesperarme, a caminar de lado a lado en mi habitación, me di cuenta que no conocía a ningún amigo (mi ex-editor tal vez? Manuel) o una amiga de ella, mucho menos a un amante, no tendría por qué conocerlo. Me di cuenta que la necesitaba, que nunca se lo había dicho, y como es común en estas circunstancias, me lo reproché al máximo, pero yo siempre le dije que la quería y allí se conjugaba todo, si tu dices “ te quiero”, es como si dijeras “te necesito”, ¿o no?. Nunca le dije “te amo”. El desespero se me presentaba como síntesis a mi falta de interés por expresarle mis sentimientos, ahora quería verla, decirle todo, pero ¿qué era todo?, simplemente la amaba. Decidí ducharme rápidamente y salir a la calle, mi mente se llenó de preguntas sin respuesta, de dualismos inexactos, preferí volver, tal vez llamaría, sentí mi estómago más pesado de lo normal, no había comido, me sentí indigesto y desamparado. No era mi ciudad, no era mi destino estar allí. Vi un teléfono público (carajo!, por qué no llamé desde mi casa?) ¿a quién llamar? –Ey Manuel cómo vas? Soy yo, Raúl, el de “los fantasmas…” ese mismo, si, tengo escrita una nueva novelita por ahí, claro que no Manuel, no voy a dejar de ser escritor, no te preocupes…ah, que quieres que deje de escribir, estás loco, eso no es problema tuyo, la literatura me necesita, así como el cine necesitó de Ed wood (en medio de mi rabia, intenté se sarcástico), además ya tengo otro editor (que fracasado me sentí, un mentiroso, como el más perdedor de todos)… si lo se, se que mis novelas causaron un estrago financiero…es que la gente no ha sabido captar la esencia de lo que escribo Manu…eyy discúlpame, pero no me ofendas…bueno, bueno Manu, digo Manuel, dejémonos de pendejadas que sólo llamaba para preguntarte por la flaca, ¿la has visto?... no, en la oficina no está… si, yo se que ella si es buena escritora, pero el que vive de eso soy yo, no ella…yo se que ella no me merece, pero eso no es asunto tuyo…mira, se va a acabar la moneda. Colgué. No tenía a nadie más a quien llamar. Seis años y mi única amiga era ella, seis años, en los que mi vida fue ella y sólo ella. ¿A quién quiero engañar? Si con ella ya era un fracasado en mi vida laboral, sin ella mi vida completa sería un fíasco. Quizá se fue a cultivar astromelias a las afueras, pero ¿a las afueras de qué? ¿Frente a qué montaña? Continué mi búsqueda, estuve en cada lugar en dónde solíamos caminar o tomarnos un café, en los rincones que creíamos más secretos, en los parques y plazas en donde nos sentábamos durante horas en los días de primavera sin intercambiar una sola palabra, simplemente contemplando el silencio de la monotonía que anegaba nuestro días, busqué en las librerías en donde ella solía criticar las nuevas figuras de la literatura de habla hispana, menos a mi, porque yo no era ninguna figura, estuve en cada uno de los lugares que representaban algo entre los dos, en “entre acto” en “cafeína”, la calle Argumosa, la calle del pez, san bernardo, la calle ave maría, en cada lugar en donde había un recuerdo o un rastro de lo que fuimos, duré semanas buscándola, meses. Me había abandonado, tal vez se había dado cuenta que su vida a mi lado se impregnaba del sabor a derrota que yo emanaba. Caminar por esos caminos fue el último homenaje que hice a nuestra relación, fue la última alegoría a todo lo que para mi fue perfecto. Siempre pensé que la soledad era habitar con fantasmas, con seres que nadie puede ver, pero la soledad, en ese instante fue para mi vivir con un recuerdo, con la melancolía de algo que creí que era, pero que nunca fue. Jamás la volví a ver. Había una nota, un mensaje perdido en medio del desorden de una habitación inmensa, en un simple trozo de papel. tres palabras: “NO aguanto más”, para mi no fue suficiente. No se llevó nada, ni sus libros, ni su ropa, todo quedó intacto en sus estantes, su música, sus cosas, su olor, todo quedó allí. Dos semanas después salí de aquel piso, no tenía con qué pagar el alquiler, dejé todo lo de ella a disposición del casero, no quería un recuerdo o una imagen que recayera sobre mi mente y que me recalcara la soledad y la inutilidad de mi vida. Alguna vez alguien me dijo que la habían visto por Essex street, en New York, en el East side Bar con mi ex-editor, con Manuel, y que ahora la flaca se dedicaba a escribir en inglés y bajo el seudónimo de Janet Evanovich y que su último libro “Qué vida ésta” había vendido miles de copias en todo el mundo. Mi última novela “Los dardos del mundo” editada por la fundación “literatura libre” ha vendido 50 copias en seis meses.



1 comentario:

Anónimo dijo...

No siendo de ninguna manera un experto en la crítica literatura, puedo sin embargo advertir que esta nueva historia adquiere cierto encanto por los muchos lugares comunes que la hacen una historia ya conocida, especialmente para nosotros (así sea, en mi caso, lo juro, como mero testigo).